Armando Durán
50 AÑOS DE SUBVERSIÓN EN AMÉRICA LATINA
Señalaba Hugh Thomas en su extenso ensayo histórico sobre Cuba, que para mucha gente en la isla y en el resto de América Latina, La Habana vivió, en enero de 1959, un momento único de su historia, el amanecer de una nueva era. Tenía razón. Sin embargo, nadie podía haber presumido entonces que durante aquellos días también se iniciaba para todo el continente el principio del fin de un mundo.
Recordemos que a principios de los años cincuenta, el colombiano Germán Arciniegas se había paseado por la geografía política de la región y llegó a la conclusión de que los latinoamericanos de su tiempo estaban condenados a sobrevivir precariamente entre la libertad y el miedo. Se refería, por supuesto, a la tensión generada por la contradicción existente entre las dos únicas políticas posibles y reales del momento, democracia o dictadura. De un lado, el modelo representado por militares con entorchados de opereta y una concepción cuartelaría del poder, y del otro, movimientos populares, muchos de ellos con fundamentos ideológicos que hundían sus raíces en un nostálgico socialismo utópico, pero cuyo objetivo principal era el establecimiento de regímenes formalmente democráticos.
Hasta ahí, y sólo hasta ahí, llegaba entonces la romántica impaciencia rebelde del hombre de acción latinoamericano. Derrocar a Trujillo, a Batista, a Somoza, a Pérez Jiménez, a Odría, a Strossner. Derrocarlos y reemplazarlos por regímenes civiles de origen electoral, con sufragio universal, libertad de prensa y una justicia retóricamente igualitaria nunca muy bien definida, pero que en ningún caso iba más allá de una simple declaración de buenas intenciones sociales. Tan limitada era esta visión del futuro regional, que cuando Fidel Castro entró en La Habana al frente de su ejército guerrillero, hasta los viejos partidos comunistas latinoamericanos habían enterrado en el baúl de los olvidos sus sueños de conducir algún día a sus pueblos hacia una revolución socialista a la manera soviética.
Puede decirse, pues, que en ese punto de quiebre que fue el habanero mes de enero de 1959, la idea de un auténtico cambio revolucionario en América Latina había terminado por diluirse casi por completo en una sobriedad ideológica que en el fondo equivalía a una suerte de retroceso doctrinario hasta Jefferson y Montesquieu. Si tenemos en cuenta lo que a partir de 1945 sucedía en Asia y África, el inicio feroz de la Guerra Fría y el peligro cierto de una catástrofe atómica mundial, las limitadas aspiraciones políticas de la región resultaban exageradamente tímidas, aunque eran perfectamente válidas y suficientes para la inmensa mayoría de sus habitantes, sumidos sin remedio aparente en las tinieblas generadas por atroces dictaduras militares.
Proponer dentro de este espeso entramado de pobreza material y opresión política programas de reforma agraria, plantear la organización de movimientos sindicales y partidos políticos independientes, atreverse a exigir una mejor y más justa distribución de la riqueza, aspirar a relajar los apretados nudos de dependencia política y económica que ataban a América Latina con Estados Unidos, términos del debate que hoy no despertarían el menor sobresalto en la conciencia de nadie, constituían entonces desafueros sencillamente inadmisibles. El simple deseo de adaptar a plenitud en el universo latinoamericano los principios engendrados por la independencia norteamericana y la revolución francesa representaba un salto cualitativo tan inmenso, que de asomarse la región a esas expresiones de renovación y democracia, la esencia de la vida latinoamericana estallaría en pedazos.
Dentro de este marco de conformismo y resignación, las reformas económicas y sociales que formulaba Fidel Castro en el folleto La historia me absolverá, editado por el Movimiento 26 de julio a partir de su alegato ante la Audiencia de Santiago de Cuba después del fracasado asalto al cuartel Moncada en 1953, no fueron apreciadas como una amenaza real a la estabilidad del orden establecido en Cuba, mucho menos como un peligro para el resto del continente. Los factores de poder en el norte y el sur de continente no contaban entonces con elementos de juicio que les permitieran pensar que aquel audaz joven cubano llamado Fidel Castro hablaba en serio. Nadie podía tampoco pensar que el proyecto que se articulaba con nitidez en el folleto, esbozo de un radical programa revolucionario, pretendiera trascender el espacio de la lucha política contra la dictadura de Batista y convertirse en herramienta de un violento proceso subversivo capaz de socavar los fundamentos ideológicos del mundo latinoamericano.
Otros tres factores contribuían a quitarle al mensaje de Fidel Castro el significado que en realidad tenía. Uno, se pensaba que el derrocamiento de Jacobo Árbenz en 1954 era una advertencia suficientemente reciente como para disuadir a quien tuviera la ocurrencia de querer reproducir la experiencia guatemalteca; dos, el auge capitalista de Estados Unidos y su influencia en América Latina alcanzaba entonces su más alto nivel de desarrollo, y tres, el diseño trazado por los estrategas de Washington para América Latina en esta segunda posguerra mundial, impregnado de un anticomunismo empecinado como respuesta al expansionismo soviético, estimulaba la firme creencia de que el compromiso de Estados Unidos con la región garantizaba la invulnerabilidad de su sistema político y económico. Si a ello le añadimos que las acciones y reacciones de la Casa Blanca para apuntalar en todo el mundo la defensa del llamado mundo libre frente a la “amenaza roja” se aplicaban con la misma contundencia con que Estados Unidos se consolidaba como la primera potencia industrial y militar del planeta, era lógico presuponer que Estados Unidos y su zona de influencia latinoamericana constituían una fortaleza anticomunista inexpugnable.
Sin embargo, no todo era así de sencillo. Las nuevas realidades creadas por la Guerra Fría comenzaban a debilitar los muy elementales cimientos sobre los que se apuntalaban los intereses estratégicos, económicos y comerciales de Estados Unidos en la región, y las élites de América Latina, de pronto, se veían obligadas a tener muy en cuenta que la confrontación de poderes que dividían al mundo en dos polos ideológicos irreconciliables implicaba asumir nuevos papeles en el escenario regional. Este hecho determinaba que, en 1959, el personalismo de caudillos y dictadores militares típicos del siglo XIX y primera mitad del XX ya comenzaba a transformarse en un orden político muchísimo más complejo, que más tarde impondría incluso la conveniencia de poner en marcha un audaz proceso de democratización a nivel continental. Era una concesión necesaria para poder aliviar la creciente tensión social que surgía en la región, pero siempre y cuando las nuevas democracias que emergían ahora entendieran que la relativa elasticidad política con que actuaba Washington también significaba que América Latina tendría que asumir tareas políticas mucho más rigurosas. Al calor de estas nuevas certezas, desde 1958, tres importantes líderes democráticos latinoamericanos habían llegado electoralmente a la Presidencia de sus países, Rómulo Betancourt en Venezuela, Arturo Frondizi en Argentina y Alberto Lleras Camargo en Colombia; otros tres estaban a punto de hacerlo, Janio Quadros en Brasil, Fernando Belaunde Terry en Perú y Eduardo Frei Montalvo en Chile.
Aún no se recurría al argumento de la Seguridad Nacional que años después se emplearía en Chile, Argentina, Brasil, Uruguay y América Central para justificar el uso sostenido del terror como política de Estado, pero muy pronto la represión violenta del adversario ideológico y el derrocamiento de gobernantes democráticos que a los ojos de Washington se mostraran veleidosos o débiles frente a la ofensiva subversiva desatada desde Cuba, Arturo Frondizi en Argentina, por ejemplo, o Janio Quadros en Brasil, parecían ser mecanismos suficientes para garantizar la estabilidad económica y social de la región. Por otra parte, los derrocamientos de Juan Domingo Perón y Manuel Odría en 1956 y de Marcos Pérez Jiménez en 1958 no habían dado lugar a turbulencias internas en Argentina, Perú o Venezuela, ni habían ocasionado la menor erosión en las relaciones entre Estados Unidos y América Latina.
No había, pues, razones para pensar que el ascenso de Fidel Castro al poder en Cuba fuera a provocar los efectos que en realidad tuvo. Por comodidad intelectual, y a pesar de los temores que despertaban las excentricidades personales del nuevo líder cubano y la naturaleza amenazante de una justicia revolucionaria entendida como exterminio físico del adversario, sencillamente se prefería colocar a Castro entre los líderes reformistas que iban surgiendo y tomando el poder político en la región.
Por supuesto, no tardaría mucho en conocerse la exacta magnitud de este grave error inicial. El derrocamiento de la dictadura de Fulgencio Batista no daba lugar, como estaba ocurriendo en buena parte del continente, al nacimiento de una democracia más o menos negociada, sino que muy pronto comenzó a transformarse en una revolución que dejaba atrás sus simpáticas características de estallido popular con aires de romanticismo garibaldino y sorprendía a los cubanos y al gobierno de Estados Unidos con la instalación de una dictadura totalitaria y burocrática, de corte abiertamente estalinista, que además, desde el primer día, se entregó de lleno a la tarea subversiva de exportar tanto su ideología como su principal método de lucha, la lucha armada, al resto del continente. Con una novedad adicional. Ya no se trataba como antes de enfrentar la ferocidad de impresentables dictaduras militares, sino que en plena Guerra Fría el objetivo fundamental de la subversión a partir de 1959 apuntaba a interrumpir el incipiente proceso de democratización que se estaba desarrollando en América Latina. Este fue el dramático cambio que experimentó la lucha política en la región. La tradicional disyuntiva entre dictadura o democracia, que había determinado la especificidad latinoamericana de las confrontaciones políticas a lo largo de muchas décadas, se convertía ahora, de golpe y porrazo, en un dilema inaudito para los latinoamericanos de todas las tendencias: democracia representativa de origen liberal o revolución socialista a la cubana. En gran medida, una confrontación ideológica, política y militar como consecuencia directa de la Guerra Fría, que de una u otra manera se prolongaría hasta noviembre de 1989 con el derrumbe del muro del Berlín.
Si en mayo del 68 la juventud francesa tuvo la intrepidez de reclamar en las calles de París todo el poder para la imaginación, en América Latina, su juventud revolucionaria, desde enero de 1959, creía tener al alcance de las manos la opción real de demoler a corto plazo los muros que la experiencia histórica, el acomodo político y la corrupción intelectual de sus dirigentes habían contribuido a construir como diques infranqueables que les cerraban el paso a sus ilusiones de teórica igualdad política y profundo cambio social. El más claro mensaje de la revolución cubana fue que la revolución socialista era posible en América Latina. Una desmesura que llegó al extremo de retar a los Estados Unidos en 1962 con el holocausto nuclear, y que desde el primer día de enero de 1959 recurrió a la proposición guevarista del foquismo como atajo para incendiar la vasta pradera latinoamericana y abolir a punta de pistola la doctrina leninista de las condiciones objetivas con el fin de quemar etapas y acelerar la toma del poder por la vía fulminante de la acción armada.
Todos conocemos el desarrollo y el desenlace de esta historia. Basta ahora recordar que en pocos años, este ímpetu subversivo que estremeció a todo el continente, se desvaneció con las sucesivas derrotas militares y políticas de la guerrilla auspiciada por Cuba y, aunque La Habana nunca abandonó su obsesión por la toma violenta del poder, cerró su etapa de mayor apogeo en octubre de 1967, tras la muerte del propio Che Guevara.
Estos múltiples fracasos, sumados a las defenestraciones de Frondizi y Quadros, y a las presiones de la propia Unión Soviética, que después de la crisis de los cohetes buscaba un acercamiento políticamente más pragmático y financieramente menos costoso con Washington, obligaron a Castro, quien había gozado de mayor o menor apoyo soviético según el caso hasta las postrimerías de la era Kruschev, a introducir cambios importantes en sus tácticas para propagar el modelo cubano al resto del continente. El objetivo estratégico seguía siendo el mismo, la implantación de la revolución socialista y antiimperialista en América Latina, pero las vías para alcanzarlo ahora tenían que moderarse. Pongamos por caso, alentar la reforma agraria de carácter reformista que proponían Celso Furtado y Francisco Juliao en Brasil, y respaldar opciones mucho menos violentas, como la tesis que sostenía Salvador Allende en Chile sobre la posibilidad de llegar al socialismo pacíficamente, sin romper abiertamente el orden constitucional vigente.
Entretanto, las actividades subversivas de la ultraizquierda latinoamericana habían provocado, a raíz del asesinato de John Kennedy y del fracaso de sus teorías reformistas -- el desastre en que terminó la Alianza para el Progreso fue el episodio más emblemático de este fracaso -- una reacción mucho más agresiva por parte de Washington. Al Go Home Yankee! de los revolucionarios cubanos, Estados Unidos respondía con la invasión a la República Dominicana, y el general argentino Juan Carlos Onganía, en discurso pronunciado en la Academia Militar de West Point, planteaba el derecho del estamento militar latinoamericano a ejercer una “vigilancia ideológica y política” de los poderes civiles constituidos. No fue nada casual que pocos meses después Onganía fuera nombrado presidente de Argentina por los jefes militares de su país. Tampoco era casual que el mariscal Castelo Blanco hubiera tomado ya el poder en Brasil o que años más tarde hicieran otro tanto los generales Augusto Pinochet en Chile y Jorge Rafael Videla en Argentina. El reflujo autoritario se impuso así en el sur del continente con la aparición de dictaduras ideológicas de extrema derecha, estallarían las guerras de Nicaragua y el Salvador, la revolución cubana se vería obligada a buscar otros escenarios de lucha, en este caso África, de la mano de Moscú, y con el paso de los años Fidel Castro fue dejando de ser un útil peón estratégico de la Unión Soviética en el Nuevo Mundo y, por consiguiente, también dejó de ser una amenaza real para la estabilidad de la democracia en América Latina. Esta derrota se profundizó radicalmente en 1989 con el desmoronamiento del muro de Berlín y Cuba, que venía sufriendo severamente los cambios introducidos por el glasnot y la perestroika, se hundió en lo que la jerarquía cubana calificó de “período especial.”
Ahora bien, esta prometedora expectativa de normalización política a nivel regional sufrió un brusco e inesperado vuelco el 6 de diciembre de 1998. Ese día, Hugo Chávez Frías ganó las elecciones presidenciales en Venezuela y Fidel Castro, tantos años después, recuperó inesperadamente su agonizante aliento revolucionario. La subversión en América Latina volvía a ponerse en marcha, pero con un rostro muy distinto, un rostro falsamente democrático.
Chávez había hecho su violenta aparición pública el 4 de febrero de 1992, cuando como teniente coronel comandante de un batallón de paracaidistas, dirigió un sangriento golpe militar contra el régimen democrático venezolano. El primer gobernante en condenar aquella intentona fue George Bush padre, el segundo, paradoja de la historia, fue Fidel Castro, quien en un primer momento, al igual que el resto de la dirigencia política latinoamericana, identificó a Chávez con los comandantes paracaidistas argentinos, los llamados “cara-pintadas”, con quienes por cierto, luego, desde la cárcel, establecería una intensa relación epistolar y a quienes fue a visitar tan pronto recuperó la libertad gracias al sobreseimiento de la causa que le concedió Rafael Caldera en 1994 al llegar por segunda vez a la Presidencia de Venezuela.
La relación de Chávez con los “gorilas” del sur terminó durante este peregrinación a Buenos Aires, aunque no sabemos por qué. Lo cierto es que pocos meses después emprendió su primer y decisivo viaje a La Habana, donde en compañía de Castro, desde la Universidad de La Habana, proclamó su admiración sin límites por el líder máximo de la revolución cubana y lo felicitó por haber convertido a la isla en un “mar de la felicidad.” Nada más natural que Chávez regresara a Venezuela en plan de vengador implacable de las injusticias sociales que condenaban a millones de venezolanos a la peor de las miserias.
La verdad es que la aspiración cubana de propagarse ideológicamente a lo largo y ancho de la región, en apariencia aplacada por el peso insostenible de las realidades políticas y económicas del momento, sólo había sido un forzoso alto en el camino. Con el ascenso de Chávez al poder en Venezuela, el viejo proyecto cubano renacía. No sólo por las perspectivas de asistencia económica que le abría a La Habana el triunfo electoral de Chávez, sino porque mientras tanto, América Latina, inmersa en su segundo proceso de democratización, tropezaba con inmensos obstáculos económicos y sociales: los efectos de la estruendosa crisis de la deuda en México, Argentina y Brasil, el impacto de la globalización y, sobre todo, la adopción de políticas económicas diseñadas por el Fondo Monetario Internacional, supuestamente para atajar a tiempo la crisis, pero por la vía estrecha y agravante de reducir drásticamente el gasto social. Es decir, que mientras Chávez se preparaba para su gran victoria electoral y la implementación de su proyecto populista, en ese año 98, América Latina volvía a convertirse en un polvorín. De nuevo la ilusión del primero de enero de 1959 en La Habana encontraba terreno propicio para expandirse, pero con una significativa vuelta de tuerca. Ya no se trataba de disimular la meta revolucionaria del proyecto tras legítimas exigencias por conquistar la democracia política y garantizar los derechos humanos y políticos del ciudadano, sino de tratar de poner en evidencia el hecho de que la democracia política a secas no bastaba para sacar a la región del abismo económico y social en que se hundía por culpa del imperialismo, del capitalismo y de la voracidad sin límites de la burguesía. Muy pronto la disyuntiva sería desastre capitalismo o socialismo salvador.
Sin embargo, como había pasado con el ascenso de Castro al poder en Cuba, ni las clases dominantes de la región ni el gobierno de Estados Unidos le dieron en un primer momento mayor importancia a la situación. Luego reaccionarían, muy a medias, y además con gran timidez, porque Chávez contaba con inmensas reservas petroleras y porque tuvo y tiene la astucia, ese ha sido su aporte a la teoría revolucionaria del siglo XXI, de consolidar el origen democrático de su gobierno con la ficción de que su desempeño también era democrático, todo ello gracias al esfuerzo continuo por no apartarse del todo de los aspectos más exclusivamente formales de esa democracia que él pretendía destruir desde su propio seno. Entretanto, la deplorable situación de América Latina y el ejemplo venezolano facilitaban importantes triunfos electorales de la izquierda latinoamericana. Michelle Bachelet, Néstor Kirchner, Luiz Inacio Lula da Silva, Daniel Ortega, Evo Morales, Rafael Correa, Tabaré Vásquez. El reciente éxito electoral de Ollanta Humala en Perú, la victoria de Gustavo Preto en Bogotá y aquí en México la resurrección del PRI y la candidatura presidencial de Andrés Manuel López Obrador, demuestran que los vientos de cambios radicales por la vía pacífica de las urnas electorales siguen soplando sobre el centro y el sur del continente. Izquierdas que sin duda son muy diferentes, pero izquierdas al fin y al cabo. Y, por lo tanto, gobernantes cuyo discurso y actitudes facilitan la promoción, no de una segunda ola subversiva que retome el ejemplo violento de Che Guevara, experiencia que a estas alturas de la historia ni siquiera Castro desea, pero sí una grave alteración de los equilibrios políticos en la región, cuyo resultado principal está a la vista de quien los quiera examinar: una transición gradual hacia el socialismo y la revolución, sin cometer los graves errores cubanos de los años sesenta y setenta.
No es este el momento de analizar a fondo la anomalía que representa Chávez en el proceso político latinoamericano. Sí me parece oportuno destacar, sin embargo, que su candidatura presidencial de 1998, a pesar de que se ajustó a las formalidades democráticas del momento, no contradecía en mucho los planteamientos radicales que le habían dado piso político a su intento golpista del 4 de febrero. Su participación en el evento electoral dentro del ordenamiento jurídico vigente tampoco refutaba expresamente su aversión por los procedimientos de esa “la falsa democracia” que él había intentado derribar a cañonazos en 1992 y que en ningún momento ha renunciado a denunciar sin contemplaciones. Y su discurso de airado redentor de toda suerte de iniquidades, ante multitudes de ciudadanos económica y socialmente excluidos, confirmaba su propósito de llevar a cabo, aunque ahora en “paz y democracia”, lo que en 1992 había intentado alcanzar por la fuerza de las armas.
De todos modos, el triunfo de Chávez en el convencional ruedo electoral generaba algunas dudas inquietantes. ¿Seguía siendo ahora, como Presidente electo, el mismo teniente coronel golpista del 4 de febrero? ¿Su ascenso al poder mediante un evento electoral impecable lo obligaría a transitar, aunque fuese a regañadientes, por el camino democrático? ¿Intentaría promover los cambios políticos y económicos que prometía dentro de los límites civilizados de la negociación, los acuerdos y los consensos? En fin, ¿cómo aproximarse a Chávez? ¿Cómo gobernante de veras democrático, o como revolucionario comprometido con la idea de lanzar a Venezuela por el temerario despeñadero del odio social rumbo a una transformación revolucionaria de las estructuras del Estado y la sociedad?
La primera clave para descifrar este enigma nos la ofreció el propio Chávez en su discurso de toma de posesión el 4 de febrero de 1999. Aquel mediodía, ante una audiencia que no entendió su mensaje, Chávez advirtió que mientras Carl von Clausewitz, en sus famosas reflexiones sobre la guerra, había sostenido que “la guerra es la política por otros medios”, para él, “la política es la guerra por otros medios.” Ahora, casi 13 años después, se comprende mejor lo que Chávez quiso decir. La guerra sigue siendo el mecanismo ideal para conquistar y conservar poder y territorio, pero su estrategia de considerar la política como guerra por otros medios, en este caso se manifiesta con el abandono de la lucha armada y su sustitución, con el mismo fin, por el empleo manipulado de los recursos y las formalidades de la democracia liberal. Quizá por esta retorcida razón, la noche siguiente, en conferencia pronunciada en el aula magna de la Universidad Central de Venezuela, Fidel Castro, invitado de honor a los actos de su toma de posesión, insinuaría que la experiencia que se iniciaba ese día en Venezuela era la continuación de la que él había iniciado en Cuba en enero de 1959. Pero ante una multitud de miembros de la izquierda más radical, impacientes por precipitar la ruptura histórica que Chávez les había prometido durante su campaña electoral, el líder de la revolución cubana le aconsejó no pedirle a “Chávez hacer hoy lo que nosotros hicimos hace 40 años.” El objetivo seguía siendo idéntico, eso no lo dijo pero se sobreentendía, pero la situación internacional era otra y exigía, para tener éxito en la difícil empresa que Chávez tenía por delante, la aplicación de nuevas estrategias y nuevas tácticas.
Ninguno de los dos habló de los caminos a emprender, pero la explicación la fue dando Chávez en el ejercicio diario de su mandato, que es precisamente lo que también han venido haciendo Ortega, Morales y Correa, y que marca el nuevo rumbo de la subversión en América Latina. En lugar de la contraproducente tesis de la lucha armada, se trata ahora de poner en marcha una paciente y sinuosa circunvalación. Primero, participar en elecciones de carácter democrático para tomar el poder y validarlo; segundo, elegir Asambleas Constituyentes para crear una nueva legalidad y, tercero, con el apoyo jurídico que brinda esta nueva legalidad, reemplazar la institucionalidad democrática habitual por una institucionalidad revolucionaria legitimada por su propio origen electoral, pero orientada a garantizar, “legalmente”, la permanencia indefinida del gobernante en el poder, destruir los fundamentos liberales de la democracia representativa, poco a poco ponerle fin a la propiedad privada y acorralar al sector privado de la economía, facilitar el control estatal de los medios de comunicación, eliminar la autonomía real de los poderes públicos, transformar a la fuerza armada nacional en guardia revolucionaria al servicio exclusivo de su comandante en jefe y promover el desarrollo de las relaciones internacionales sobre la premisa de dividir al mundo en países amigos y gobiernos enemigos, todo ello sin disparar un solo tiro y con el propósito perfectamente bien definido de estimular diversos procesos de integración, esencialmente políticos, que terminen reemplazando a los viejos y simples mecanismos de acuerdos comerciales y aduaneros subregionales, como la Comunidad Andina de Naciones o el Mercosur, por instrumentos como el ALBA o UNASUR, subordinados a los intereses políticos cubano-venezolanos. En definitiva, Chávez, el único socio del grupo con significativos recursos energéticos y financieros, pone al servicio de esta iniciativa la inmensa riqueza de Venezuela, con el único condicionamiento estratégico de crear entre todos un espacio socialista en el marco de un gradual distanciamiento político de Washington. Esta es su novedosa concepción de la guerra anti imperialista y la subversión socialista en los tiempos actuales.
Para ilustrar la gravedad de esta grave situación, quisiera terminar citando a Leonel Fernández, presidente de República Dominicana, que de ninguna manera puede ser considerado un izquierdista latinoamericano de alta peligrosidad, pero quien en una reciente cumbre de Petrocaribe, otro de los programas de cooperación venezolanas encaminadas a fortalecer la presencia hegemónica de Venezuela en la región, sostuvo entusiasmado que “Venezuela (o sea, Chávez) está dando una gran lección al mundo, de que frente a la especulación, frente a la avaricia, frente a la búsqueda insaciable de la riqueza también puede prevalecer la solidaridad y la generosidad.”
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